El
salón era un teatro pequeño, todo en cámara negra. El profesor, en
el centro del escenario, daba instrucciones a una pareja de
compañeros. Mientras hablaba de la disciplina del actor, de
concentrarse en la energía desarrollada entre los enamorados, de las
facultades mediumnímicas del intérprete, Xicoténcatl, sentado
enfrente de mi, se recostó, alzó las piernas y las separó, en una
perfecta escuadra. Inmediatamente, Adriana se tapó la nariz, y movió
la mano izquierda como un abanico.
Logré
volver la atención hacia el maestro, no sin trabajo, porque me tuve
que pellizcar en el brazo. El rumorcito de jijijíes tampoco ayudó a
mis esfuerzos y supe que los demás estaban apretándose algo. La voz
atronadora de Héctor Mendoza
se dejó escuchar como designio celestial:
-¡Ustedes
dos! -Señaló a Xicoténcatl y Adriana- ¡Sálganse! ¡Si no tienen
respeto por el trabajo que aquí se está desarrollando, yo no tengo
por qué respetarlos, ni como personas ni como nada! ¡Hagan el favor
de irse y no volver más a esta clase!
El
silencio se cortó en rebanadas gruesas, se partió en cuadritos y
cada uno de nosotros se llevó a la boca un cubito de ese hielo,
mientras los dos mencionados se vestían y agarraban sus respectivas
mochilas. Cuando salieron, alcancé a oírla a ella:
-¡Ay
Xico! ¡Ya mero me callaba cuando el profesor volteó y nos sacó! -y
la respuesta de él:
-¡Mira,
desgraciada, cállate! ¡P'a lo que importa ahorita que ya... mero te
callaras!
El
azotón de la puerta lapidó las presencias. De todas formas, la
clase ya no fue igual. Ellos hicieron falta. Gemidos y risas
alternados llegaban desde afuera. Adriana estaba entre los seis que
obtenían las calificaciones más altas en esa materia y el suceso
equivalía a quedar reprobada. Creo que no supo qué hacer. La vida
le dio, al mismo tiempo, un motivo poderoso para reír y otro para
llorar. Ella, que deseaba ser actriz por sobre todas las cosas de
este mundo, ¡reprobada en actuación!
-¡Y
por una pendejada! - le espetó su novio cuando, enmedio de una risa
compulsiva, se lanzó hacia él por un abrazo. -¡Que te sirva de
lección, a ver si así se te quita lo cursi! - un empujón y se fue.
La dejó sola en ese mar hilarante que hicieron todos los compañeros
de otros años de la carrera. Empezó con una oleada pequeña. Habían
pasado unos minutos de que el maestro, furioso, azotara la puerta y
llegó Roberto:
-¡Mira,
Adriana, ya, por favor! ¡O te ríes o lloras! ¡Pero ya! ¡Decídete
por algo!
-¡Ay,
Xico! ¡Snif, ja, snif, ja, ja, ja! ¡Es que no puedo! ¡No puedo!
¡Ja, ja, ja, snif, snif, ja, ja, snif! ¡No pueeeedooooo!
-¿Qué
te sucede, mi Adi, por qué dices que no puedes? ¿No puedes qué? -
preguntó Roberto.
-¡Ay
Dios mío! - Xicoténcatl se hizo ovillo. -¡Ahora todo mundo lo va a
saber! Bueno, mira, yo me eché un pedo, ella se rió y nos corrieron
a los dos.
Roberto
puso cara de que le habían dado un mazazo. Miraba a uno, luego al
otro, por fin, su expresión tonta estalló en una carcajada que se
fue serpenteando por los pasillos, y se hizo pequeñita, y cuando
estaba a punto de ser inaudible se convirtió en un bramido de
mandíbulas batientes.
-¡Ya!
¡Hombre! ¡Hija, ya! ¡No es p'a dar risa, es p'a dar coraje!
¡Petrita! ¿Qué pasa con ese té de tila? -dijo, enojado, el padre
de Adriana. -¡Y te tomas esta pastilla, porque si no, no vas a dejar
dormir!
-Mira,
- le dije el jueves, cuando llegó, serena, a la siguiente clase. -Lo
que pasó fue que alimentaste más emotividad. Soltó la risa,
entonces le recordé: -Ya, ya, tranquila, no la riegues otra vez.
Me
resultaba claro que esa había sido una prueba de fuego. En las
emociones, también impera la fuerza de gravedad. La masa de
acontecimientos había sido enorme. Además, para ella, era muy grave
reprobar actuación.
Por
una ocurrencia de Xicoténcatl se quedaron a esperar que
terminara la clase. Fue un gesto de compañerismo. Adriana no estaba
en condiciones de negociar y por poco la vuelven a mandar al diablo.
Pudo, por fin, instalarse en la risa cuando Xicoténcatl le explicó
al maestro todo un rollo de lo sucedido. Lo único entendible para mi
fueron las palabras "necesidad biológica". Entonces ella,
con toda la solemnidad que el momento reclamaba, pidió ser admitida
al menos como oyente. El sí del maestro desató una cascada de
lágrimas.
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