sábado, 7 de septiembre de 2013

Crónicas flatulentas

El salón era un teatro pequeño, todo en cámara negra. El profesor, en el centro del escenario, daba instrucciones a una pareja de compañeros. Mientras hablaba de la disciplina del actor, de concentrarse en la energía desarrollada entre los enamorados, de las facultades mediumnímicas del intérprete, Xicoténcatl, sentado enfrente de mi, se recostó, alzó las piernas y las separó, en una perfecta escuadra. Inmediatamente, Adriana se tapó la nariz, y movió la mano izquierda como un abanico.

Logré volver la atención hacia el maestro, no sin trabajo, porque me tuve que pellizcar en el brazo. El rumorcito de jijijíes tampoco ayudó a mis esfuerzos y supe que los demás estaban apretándose algo. La voz atronadora de Héctor Mendoza se dejó escuchar como designio celestial:

-¡Ustedes dos! -Señaló a Xicoténcatl y Adriana- ¡Sálganse! ¡Si no tienen respeto por el trabajo que aquí se está desarrollando, yo no tengo por qué respetarlos, ni como personas ni como nada! ¡Hagan el favor de irse y no volver más a esta clase!

El silencio se cortó en rebanadas gruesas, se partió en cuadritos y cada uno de nosotros se llevó a la boca un cubito de ese hielo, mientras los dos mencionados se vestían y agarraban sus respectivas mochilas. Cuando salieron, alcancé a oírla a ella:

-¡Ay Xico! ¡Ya mero me callaba cuando el profesor volteó y nos sacó! -y la respuesta de él:

-¡Mira, desgraciada, cállate! ¡P'a lo que importa ahorita que ya... mero te callaras!

El azotón de la puerta lapidó las presencias. De todas formas, la clase ya no fue igual. Ellos hicieron falta. Gemidos y risas alternados llegaban desde afuera. Adriana estaba entre los seis que obtenían las calificaciones más altas en esa materia y el suceso equivalía a quedar reprobada. Creo que no supo qué hacer. La vida le dio, al mismo tiempo, un motivo poderoso para reír y otro para llorar. Ella, que deseaba ser actriz por sobre todas las cosas de este mundo, ¡reprobada en actuación!


-¡Y por una pendejada! - le espetó su novio cuando, enmedio de una risa compulsiva, se lanzó hacia él por un abrazo. -¡Que te sirva de lección, a ver si así se te quita lo cursi! - un empujón y se fue. La dejó sola en ese mar hilarante que hicieron todos los compañeros de otros años de la carrera. Empezó con una oleada pequeña. Habían pasado unos minutos de que el maestro, furioso, azotara la puerta y llegó Roberto:

-¡Mira, Adriana, ya, por favor! ¡O te ríes o lloras! ¡Pero ya! ¡Decídete por algo!

-¡Ay, Xico! ¡Snif, ja, snif, ja, ja, ja! ¡Es que no puedo! ¡No puedo! ¡Ja, ja, ja, snif, snif, ja, ja, snif! ¡No pueeeedooooo!

-¿Qué te sucede, mi Adi, por qué dices que no puedes? ¿No puedes qué? - preguntó Roberto.

-¡Ay Dios mío! - Xicoténcatl se hizo ovillo. -¡Ahora todo mundo lo va a saber! Bueno, mira, yo me eché un pedo, ella se rió y nos corrieron a los dos.

Roberto puso cara de que le habían dado un mazazo. Miraba a uno, luego al otro, por fin, su expresión tonta estalló en una carcajada que se fue serpenteando por los pasillos, y se hizo pequeñita, y cuando estaba a punto de ser inaudible se convirtió en un bramido de mandíbulas batientes.


-¡Ya! ¡Hombre! ¡Hija, ya! ¡No es p'a dar risa, es p'a dar coraje! ¡Petrita! ¿Qué pasa con ese té de tila? -dijo, enojado, el padre de Adriana. -¡Y te tomas esta pastilla, porque si no, no vas a dejar dormir!

-Mira, - le dije el jueves, cuando llegó, serena, a la siguiente clase. -Lo que pasó fue que alimentaste más emotividad. Soltó la risa, entonces le recordé: -Ya, ya, tranquila, no la riegues otra vez.

Me resultaba claro que esa había sido una prueba de fuego. En las emociones, también impera la fuerza de gravedad. La masa de acontecimientos había sido enorme. Además, para ella, era muy grave reprobar actuación. 

Por una ocurrencia de Xicoténcatl se quedaron a esperar que terminara la clase. Fue un gesto de compañerismo. Adriana no estaba en condiciones de negociar y por poco la vuelven a mandar al diablo. Pudo, por fin, instalarse en la risa cuando Xicoténcatl le explicó al maestro todo un rollo de lo sucedido. Lo único entendible para mi fueron las palabras "necesidad biológica". Entonces ella, con toda la solemnidad que el momento reclamaba, pidió ser admitida al menos como oyente. El sí del maestro desató una cascada de lágrimas.








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